SER SOCIALCRISTIANO HOY

SER SOCIALCRISTIANO HOY

Enrique San Miguel Pérez
Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones Universidad Rey Juan Carlos. Madrid.

 

2.   La vocación por el liderazgo democrático: el discurso de la centralidad

 

“...hay una sola razón común para apoyarme: realizar la Democracia, de veras y no formal; realizar la justicia social de veras y no en palabras; realizar el desarrollo económico de veras y no en las estadísticas”.1

Probablemente la síntesis realizada por Eduardo Frei Montalva el 21 de junio de 1964 en su histórico Discurso a la Patria Joven pueda convertirse en el mejor exponente de la conciencia histórica que acompaña al socialcristianismo en la genuina refundación del Estado de Derecho de acuerdo a un objetivo, al menos, triple: alcanzar eso que Scoppola denominaba, siguiendo la línea de pensamiento de Dossetti, la “democracia sustancial”; materializar la justicia social, una justicia efectiva y tangible; y proceder al desarrollo económico, el mismo que tres años después del discurso de Frei Montalva Pablo VI iba a calificar como “el nombre contemporáneo de la paz” en su maravillosa y siempre recordada Encíclica Populorum progressio.

Que la edificación del Estado de Derecho, a partir de 1945, tras la superación del legado bárbaro y dramático del totalitarismo y del autoritarismo, es la consecuencia feliz de la capacidad de las fuerzas políticas democráticas para alcanzar un amplísimo acuerdo constitucional para la convivencia y para la tolerancia, en donde se integran perspectivas plurales y enriquecedoras de la experiencia democrática al servicio de la ampliación de los derechos, las libertades y las oportunidades, adquiere en 2012, más de dos tercios de siglo después, una dimensión histórica felizmente compartida por las grandes tradiciones políticas democráticas: conservadurismo, liberalismo, democracia cristiana, y socialdemocracia.

Ese acuerdo pasa, indefectiblemente, por la potenciación de los espacios centrales de las sociedades que habitan en ambos hemisferios ligados al proyecto de civilización occidental. Esos espacios centrales pueden detectarse muy nítidamente en el accionar partidario, y explican de una forma decisiva la evolución política de las grandes democracias europeas y americanas. En la extraordinaria elección presidencial de Eduardo Frei Montalva en 1964, quien aventajó en más de diecisiete puntos porcentuales a Salvador Allende, 56.09% contra 38.93%, ostentó un peso decisivo, en la mejor tradición cristiano-demócrata, el voto femenino, el de la clase media urbana, y una muy significativa presencia del voto de la clase obrera.2 Es decir: la misma alianza electoral entre clases medias urbanas profesionales y trabajadoras, con especial incidencia en el comportamiento electoral de las mujeres, que determinaba la hegemonía partidaria cristiano-demócrata en Alemania, Austria, Italia, o los países del Benelux, se plasmó en Chile con enorme fortaleza. La centralidad no es la “espuma de los días” de Boris Vian. La centralidad puede y debe ser conocida, analizada y explicada.

Aldo Moro sostenía que los valores morales y religiosos en los que se inspiraba la Democracia Cristiana, y que ella misma pretendía traducir en su accionar en el seno de la realidad social y política, estaban destinados a afirmarse plenamente dentro de la vida democrática de los pueblos. Y que se trataba de una afirmación “no de acuerdo con la plenitud propia de estos valores, sino en la lucha, en el debate, en la gradualidad e incertidumbre que distinguen a la vida democrática”3. La maduración de la propuesta socialcristiana y su asunción por amplísimos segmentos sociales de las renacientes democracias, en efecto, es un proceso que obedece al profundo debate suscitado en todos los escenarios de la vida de la comunidad política. La afirmación de la estrategia de la centralidad no es la resultante de un conjuro mágico, o de un espontáneo proceso de masiva adhesión social, sino la consecuencia de un trabajo de pedagogía democrática y de persuasión política ardua y prolongada en el tiempo. Un proceso que explica, por esta misma razón, su extraordinaria solidez.

De esta forma, la consolidación de la democracia contemporánea obedece a la conformación de una cultura política renovada. Una cultura política que no se basa en la exploración y profundización de las diferencias, sino en la apertura de un diálogo abierto a partir de identidades nítidas y sin complejos, que no albergan ningún recelo en acudir al encuentro de las ideas y de las propuestas, desde una permanente disponibilidad a la consideración de los argumentos del otro. Un diálogo que se establece a partir de la configuración de una democracia basada en una realidad social interclasista, que en el supuesto de América Latina alcanzaba en 2006 un 60% del total, pero en países como Argentina, Chile y Uruguay rebasaba el 70%. Y ello, como hace notar Ignacio Walker, no sólo de acuerdo con el Latinobarómetro, que sigue los criterios del Banco Mundial, sino con arreglo con la propia autopercepción de los grupos de población encuestados.4 La consolidación democrática, la feliz “rutina” democrática, es inseparable de una clase media cuya expresión política opta por el sosiego y la serenidad en las actitudes, el rigor y la seriedad en las propuestas, y la sencillez, la humildad y la coherencia en el estilo y en los códigos de conducta.

Esa cultura política respetuosa, constructiva, y honesta, es una aportación sustantiva del discurso socialcristiano, y se traduce en la definición de un nuevo horizonte político y de sociedad: la construcción de la civilización del amor, del perdón y de la reconciliación, la aplicación de la ley universal de la caridad, la convicción de que los seres humanos debemos persuadirnos de cuánto nos necesitamos los unos a los otros. Una civilización en donde nadie sobra, y todas las personas son irrepetibles. Se trata de planteamientos que representan una permanente novedad para la propia concepción de la actividad política, y de planteamientos que aportan un nuevo vocabulario, de acuerdo con un también nuevo espíritu de conciliación y de concordia.

Creo que el concepto más expresivo de la singularidad de la propuesta política socialcristiana y, sobre todo, el concepto más asociado a su vigencia, sigue siendo el de “centralidad”. Y que definirla hoy equivale, en primer término, a separarla de toda asociación convencional con un “centro” que se entiende como un punto equidistante entre “derecha” e “izquierda” o, lo que sería lo mismo, un emplazamiento en medio de un diagrama que convertiría a la acción política en una mera convención estratégica e incluso táctica, que busca el centro, porque en el centro se ganan las elecciones. Lejos de ese oportunismo característico de la vieja y rancia política, la centralidad nace para ofrecer a los ciudadanos una nueva aproximación a la presencia y participación pública, a la militancia política, y al efectivo compromiso con el bien común.

La posibilidad e, incluso, la oportunidad de construir el sistema político democrático a partir de la definición de un gran pacto político que, en términos institucionales, se traduce en el establecimiento del régimen constitucional, pero que al mismo tiempo ofrece a las fuerzas partidarias la oportunidad de liderar los consensos constitucionales en la acción política ordinaria cuenta, como es natural, con significativos detractores, pero también muy reconocidos partidarios. Entre los primeros destaca Giuseppe Chiarante, quien tras formar parte de la DC italiana, e incluso de su Consejo Nacional, tras el histórico Congreso de Nápoles del 26 al 30 de junio de 1954, decidió abrazar la militancia en la izquierda, y que circunscribe la experiencia histórica de la centralidad al desempeño político de Alcide de Gasperi, un extremo en el que coincide con el gran especialista de la historiografía marxista italiana sobre la Democracia Cristiana, Giorgio Galli.

Entiendo, sin embargo, que entre los grandes analistas de la centralidad, la mucho más sustantiva y científica aportación de Pietro Scoppola habría de definir la identidad cristiano-demócrata con los grandes escenarios de consenso inherentes a las también grandes democracias. Y hacerlo partiendo de un análisis de la realidad sustancial de las sociedades europeas de posguerra sumamente clarificador. “todos los partidos... excluido quizás el Partido Liberal, son en el plano electoral partidos interclasistas; pero la Democracia Cristiana lo es en manera eminente”.5 Porque, para el socialcristiano, la vocación interclasista del mensaje representa la traducción política de una concepción de las relaciones sociales que cree en la fraternidad humana, y no en la construcción de bloques de interés que culminen en la promoción de la propia fragmentación social.

Y, en este sentido, un bellísimo libro reciente de Agostino Giovagnoli sobre Pietro Scoppola viene a arrojar algunas luces sobre materias que el propio Scoppola revisó profundamente en los últimos años de su vida, a partir de 2001, y especialmente el significado de la “solidaridad nacional” propuesta por Aldo Moro, que no contemplaba ya como la preparación para la alternancia de gobierno entre la DC y el PCI, sino como el límite de las posibilidades de renovación del sistema político italiano, ante sus propias circunstancias, y ante el entorno internacional, un límite que solo posibilitaba la colaboración entre ambas grandes fuerzas partidarias en las tareas ejecutivas. Así lo confirmaría el propio Scoppola en 2006 en su libro-conversación con Giuseppe Tognon, La democrazia dei cristiani. Pero, también en ese libro, reivindicando la necesidad de proceder a una nueva y actualizada lectura del “centrismo” y de la “centralidad” como fenómenos esenciales al examen de la identidad de la República italiana, y del propio régimen constitucional.

Y, sobre todo, definiendo una característica vertebral del centrismo tal y como lo concibió y materializó De Gasperi y, después, la Democracia Cristiana: un discurso nítido y fuerte al servicio de la democratización de Italia que no pretendía entrar en contradicción con la dialéctica política; al contrario, lo que perseguía era combatir el desarrollo de propuestas extremistas en contra de la propia democracia.6 Las políticas de la centralidad, en efecto, no se aplican en contra de las grandes identidades democráticas, o pretenden su disolución en un consenso institucional interesado o ficticio. Las políticas de la centralidad apuestan por el fortalecimiento de los históricos discursos democráticos, y son abiertamente beligerantes con los enemigos del Estado de Derecho. Centralidad es constitucionalidad. Centralidad equivale a fomento de las identidades democráticas y fortalecimiento del sistema de partidos.


Centralidad representa institucionalidad social y democrática de Derecho.-

La centralidad nace para afirmar que, en la política democrática, no existen más enemigos que los violentos, los intolerantes, los sectarios, los fanáticos, los totalitarios, los negadores de los derechos y libertades fundamentales, los avariciosos, los codiciosos. Que, en la política democrática, no cabe reconocer más que amigos, conciudadanos y, como cristianos, con entera convicción, hermanos. Amigos, conciudadanos y hermanos que profesan ideas y creencias que son las nuestras, o no, porque vivimos en sociedades maravillosamente plurales. Amigos, conciudadanos y hermanos que, eventualmente, se convierten en nuestros adversarios electorales, en buena y leal competencia, una competencia que debe hacernos mejores a todos. Y, por ende, hacer mejor a nuestro país. Pero amigos, conciudadanos y hermanos que, al fin y a la postre, son nuestros interlocutores en el diálogo, en la discrepancia, en el acuerdo, y en la vocación de construir y de crecer juntos.

El socialcristianismo es una ideología de puertas abiertas, manos tendidas y hogares preparados para una existencia compartida. Gabriela Mistral habría de relatar, en el “Cuaderno de Petrópolis” de Bendita sea mi lengua. Diario íntimo, el impacto que le produjo la publicación de La Política y el Espíritu de Eduardo Frei Montalva, y no sólo por sus “ideas sociales de reconstrucción”, que consideraba “sólidas, bien torneadas y serviciales”, sino por la introducción de una actitud ante el otro, que la escritora de Vicuña denominaba en pulcro estilo, “su radical honestidad en el trato del adversario” que, sobremanera en plena II Guerra Mundial, anunciaba una nueva estación del debate público y la acción política. Alguna de las cartas de Eduardo Frei Montalva a Gabriela Mistral, como la de 21 de octubre de 1942, no dejan lugar a dudas acerca de la lucidez con la que el gran estadista socialcristiano procedía al análisis de la propia composición social de sus cada vez más amplios y plurales partidarios. Y, por supuesto, de su profunda identidad popular:

“Nosotros estamos cada vez más pobres, más solos; pero más empeñados en nuestra tarea. Es un estímulo extraordinario ver que el proletario, minero y campesino y obrero, comienza a entrar en nuestro movimiento. Era nuestra gran aspiración que lo entendieran los pobres, los trabajadores auténticos. Nuestra fuerza está compuesta en su noventa por ciento de gente de pequeña clase media para abajo. Y nuestros mejores grupos entre los mineros del salitre y del cobre.

Le envié una larga carta hablándole de nuestro congreso americano de católicos democráticos... Queremos plantear una defensa continental, hecha por católicos, de la libertad, la democracia y la unión de nuestros países y de un amplio sentido social para defender y mejorar la situación de los pobres. Hemos logrado avanzar bastante en esto”.7

Libertad, democracia, y sentido social para promover el desarrollo integral de los menos favorecidos. La centralidad socialcristiana coloca a la persona humana, y especialmente a esa persona en vulnerable, en estado o riesgo de marginación o exclusión, en el primer plano de sus inquietudes. Pero esa persona se incardina dentro de la comunidad, en el seno de un Estado de Derecho cuyos instrumentos y políticas se ponen al servicio del ser humano concreto para posibilitar la plena realización de su propia vida, una vida ya no circunscrita a la satisfacción de necesidades materiales, a un horizonte de existencia tan mediocre como sólo el individualismo y el materialismo pueden asegurar, porque esa vida responde ya a una dimensión eminentemente moral, como en su elogio fúnebre de Alcide Gasperi, tras su fallecimiento el aciago verano de 1954, habría de mantener Aldo Moro.

La centralidad se identifica, en efecto, con una renovada perspectiva social de la acción de los poderes públicos. El Estado, como el mercado, no son los enemigos de la emancipación humana. Una gestión responsable y austera de los recursos públicos, en atención a una perspectiva fraterna de las prioridades, con particular atención a quienes más necesitan en atención a la fragilidad, vulnerabilidad, enfermedad, o marginalidad de sus circunstancias, es probablemente el primer requisito de un desarrollo armónico y equilibrado de una sociedad. Las instituciones públicas, además, como mantenía De Gasperi, pueden y deben adoptar una configuración equilibrada y eficiente, ajena a las pretensiones de instrumentación o, como decía el gran estadista del Trentino, “de la violencia de los Césares y de las masas”, para establecer y consolidar una legalidad fundamentada sobre valores éticos.8

En democracia, la legitimidad política descansa sobre las instituciones en donde se encuentra representada la soberanía del pueblo que somos. Toda instancia económica, profesional o social ajena a este gigantesco depósito de legitimidad política, una legitimidad sin duda perfectible, porque la democracia, como decía Aldo Moro, está por definición “incompleta”, pero una legitimidad que no tiene parangón en la historia, merece sin duda respeto, y forma parte necesaria de la diversidad consustancial a las sociedades contemporáneas. Pero las decisiones políticas las adopta el pueblo a través de sus representantes democráticamente elegidos en procesos que garantizan la libre e igual competencia entre propuestas y actores de naturaleza política.

Por eso es tan importante que el comportamiento de los representantes del pueblo obedezca a una matriz eminentemente austera, humilde, sencilla, contenida. En el estilo de vida, en el manejo de recursos, y en la templanza, moderación y equilibrio en las actitudes, en la cordialidad y afabilidad del trato, en la ausencia de afectación o altivez. En la conciencia perenne de la transitoriedad de toda forma de ejercicio de responsabilidades de naturaleza pública.

Centralidad es habitar en la Rue Verneuil de París para así poder acudir a pie al Quai d’Orsay o al Palais Bourbon, al Ministerio o a la Asamblea Nacional, como hacía Robert Schuman. Centralidad es seguir dando clase con regularidad y detenerse en los pasillos con los jóvenes profesores ayudantes, como hizo hasta sus días finales Aldo Moro. Centralidad es pasar las vacaciones en una casa en los Dolomitas y dedicarlas a pasear, como Alcide de Gasperi. Centralidad es cultivar con esmero un pequeño jardín, como Konrad Adenauer. Centralidad es compartir vivienda y alimentos y acudir juntos al trabajo en la Cámara de Diputados, como Giuseppe Lazzatti, Giuseppe Dossetti, Giorgio La Pira y Amintore Fanfani, sonrientes y del brazo. Centralidad es no tener más patrimonio que una casa y una buena biblioteca, como Eduardo Frei Montalva.

Centralidad equivale a no sólo no negar los propios orígenes humildes personales y familiares, sino también recordarlos con orgullo y devoción por los mayores, especialmente por las madres siempre sacrificadas y solidarias con las ilusiones de sus hijos, como las de Helmut Kohl, Giulio Andreotti o Giuseppe Dossetti. Centralidad significa lealtad a los grandes compromisos de existencia: a la consagración religiosa o a la consagración familiar, a la opción cristiana de vida, al pueblo originario, ese pueblo al que todos los socialcristianos habrían de regresar con regularidad y, en los casos de Adenauer o de Schuman, regresar de manera definitiva.

Centralidad significa conjugar nombres de lugares desconocidos por la historia hasta que los cristiano-demócratas, hombres provenientes de pueblos y ciudades de mediano e incluso pequeño tamaño, extraños a los grandes centros de poder o decisión política, los colocaron en el mapa: De Gasperi a Sella di Valsugana; Schuman a Scy-Chazelles; Sturzo y Scelba a Caltagirone; Klaus a Kötschach-Mauthen; Adenauer a Rhöndorf; Kohl a Ludwigshafen; Erhard a Fürth; Bidault a Moulins; Fanfani a Pieve-Santo Stefano. O, más recientemente, centralidad es “haber sabido siempre que la política sería mi vida”, como dice François Bayrou, a pesar de haber nacido en Bordères, en el límite entre el Bearne y la Bigorra, en pleno Pirineo o, más bien, haberlo sabido siempre precisamente gracias a un profundo sentido de las propias raíces y de la propia identidad. Centralidad es ser tierra, pueblo, infancia, y recuerdos.9

Ser socialcristiano, hoy, significa apostar por la aplicación de una óptica política que reafirma la permanencia y vigencia de los grandes argumentos motores del Estado de Derecho: el afán de concordia, la voluntad de consenso, la práctica del diálogo, el sentido de la necesaria fortaleza institucional, y la capacidad para explorar nuevos motivos para el encuentro entre demócratas, a fin de proceder a la siempre imprescindible renovación del debate político. Sergio Micco y Eduardo Saffirio, interpretando el itinerario histórico de la Democracia Cristiana chilena, recordaban la necesidad de que ese diálogo y ese encuentro no afecte solamente a las élites dirigentes de las grandes organizaciones partidarias, y tampoco proceda a una superación o anulación de identidades, sino que disfrute de una amplísima base social y, al mismo tiempo, reafirme las identidades que concurren al consenso.10 El diálogo solo es posible entre identidades. Sin identidades, no es que no resulte posible ese diálogo: no resultará posible la propia democracia.

Centralidad, más que nunca, al servicio de una perspectiva fraterna de la dimensión necesariamente universal de la actividad pública, en donde la vocación de servicio público arrastra las formas y potencias de la ciencia, la creación, y la investigación, al compromiso cívico; en definitiva, al compromiso histórico y de civilización. En este sentido, la identidad socialcristiana, como en los mejores momentos de su pasado reciente, puede y debe adoptar una base socio-profesional más amplia, y una conformación más transversal. Sin duda, en el universo de la cultura.11 Pero no solamente.

Sería un error que el discurso socialcristiano se obsesionara en pretender detectar y promover, artificialmente, intelectuales “orgánicos”. El proceso es, precisamente, el inverso: generar grandes espacios para el encuentro entre los demócratas de inspiración cristiana, y entre los demócratas de inspiración cristiana y quienes no lo son, para construir nuevos ámbitos para la reflexión, para el estudio, y para la formación. Espacios de los que puede y debe ser parte el mundo del trabajo y del emprendimiento.

Creo que ser socialcristiano en política hoy exige, en efecto, revalidar la opción democristiana. Que la opción democristiana es, de nuevo, como en los más representativos episodios de su historia fecunda, la respuesta a la terrible crisis transversal que aqueja a las grandes sociedades democráticas. Y que la opción democristiana puede y debe, también, como en los mejores episodios de su historia, proceder a una más audaz y más nítida presentación de su identidad, de sus principios, y de sus propuestas.

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1 FREI MONTALVA, : Obras Escogidas (Período 1931-1982) Selección y Prólogo de Oscar Pinochet de la Barra. Santiago de Chile. 1993, p. 296: “Para eso estoy llamando a todos los chilenos, y la respuesta desde la Izquierda y la Derecha es generosa, porque es sin condiciones a un programa de Gobierno del cual sólo es dueño el pueblo de Chile”.


2 GAZMURI, C.: Eduardo Frei Montalva y su época. II Tomos. Santiago de Chile. 2000, Tomo II, p. 570.

3 MORO, : La democrazia incompiuta. Attori e questioni della politica italiana 1943-1978. Roma. 1999, p. 188.

4 WALKER, : La democracia en América Latina. Entre la esperanza y la desesperanza. Santiago de Chile. 2009, p. 204.

5 CHIARANTE, : Tra De Gasperi e Togliatti. Memorie degli anni Cinquanta. Roma. 2006, pp. 26 y ss. SCOPPOLA, P.: La proposta politica di De Gasperi. Bologna. 1988, pp. 148 y ss, y La repubblica dei partiti. Evoluzione e crisi di un sistema politico 1945-1996. Bologna. 1997, pp. 411 y ss.
Una visión de conjunto del debate y del período puede seguirse en INVERNIZZI, M.; MARTINUCCI, P. (A cura di): Dal “centrismo” al sessantotto. Milano. 2007.

6 GIOVAGNOLI, A.: Chiesa e democrazia. La lezione di Pietro Scoppola. Bologna. 2011, pp. 243 y ss. Vid. también SCOPPOLA, : La democrazia dei cristiani. Il cattolicesimo politico nell’Italia unita. Intervista a cura di Giuseppe Tognon. Roma-Bari. 2006, pp. 117-118.

7 MISTRAL, G.: Bendita sea mi lengua. Diario íntimo. Edición de Jaime Quezada. Santiago de Chile. 2009, pp. 215-216: “Siento complacencia en el equilibrio que Dios le ha dado para manejar el tema social valerosamente y sin perder el tino necesario al que maneja fuego; me conmueve su radical honestidad en el trato del adversario, verdadero fenómeno en un ambiente como el nuestro, donde se niega al enemigo no ya la sal, sino aire y suelo, y me admira la capacidad de síntesis que le ha librado de la pulverización en que paró el análisis de los ensayistas en el siglo pasado”.
La carta en FREI MONTALVA, E.: Memorias (1911-1934) y Correspondencias con Gabriela Mistral y Jacques Maritain. Santiago de Chile. 1989, p. 113.

8 GIOVAGNOLI, A.: La cultura democristiana. Tra chiesa cattolica e identità italiana. 1918-1948. Roma-Bari. 1991, p. XV.

9 TARIBO, : La terre, les lettres, et l’Elysée. Paris. 2009, pp. 25 y ss.

10 MICCO, S.; SAFFIRIO, E.: Anunciaron tu muerte. Siete respuestas comunitarias para un obituario prematuro. Santiago de Chile. 2000, pp. 207-208: “El consenso debe proyectarse como un amplio acuerdo entre las fuerzas sociales más significativas de la sociedad, que deben ser expresadas por el sistema de partidos políticos, traduciéndose en alianzas duraderas y de largo plazo. De otra forma, los consensos pasan a ser acuerdos cupulares y formales para acceder al poder o conservarlo. Éstos son efímeros. Los viables y duraderos son aquellos que, partiendo de las identidades de cada partido y de sus concepciones, se construyen en función de grandes objetivos nacionales”.

11 SERRY, H. : Naissance de l’intellectuel catholique. Paris. 2004, pp. 344-345.

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